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sábado, 27 de junio de 2020

De nuevo sobre el incumplimiento de la obligación de resolver y sobre los efectos del silencio administrativo negativo: la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de mayo de 2020


En la sentencia de 28 de mayo de 2020, el Tribunal Supremo vuelve a hacer hincapié sobre la obligación de resolver de la Administración y sobre los efectos del silencio administrativo. El supuesto que se analiza es la conducta de una Administración que sin haber resuelto en plazo un recurso potestativo de reposición contra una liquidación tributaria –en el que no se había solicitado la suspensión del acto impugnado- inició la vía de apremio. 

Más allá del interés que el pronunciamiento de la sentencia tiene para el caso concreto -la Administración, cuando pende ante ella un recurso o impugnación administrativa, potestativo u obligatorio, no puede dictar providencia de apremio sin resolver antes ese recurso de forma expresa-, contiene una serie de reflexiones sobre el deber de resolver de la Administración que conviene destacar por su alcance general, motivadas, sin duda, por la sorpresa que en los magistrados actuantes produjeron expresiones del recurso de casación –presentado por una Administración tributaria- como la siguiente:

Paralizar toda actividad recaudatoria por la simple interposición por el interesado de un recurso de reposición, aunque el mismo ni siquiera haya planteado la suspensión de la ejecución del acto impugnado, supone, por lo tanto, dejar de recaudar millones de euros.

Empecemos recordando que el art. 21.1 de la Ley 39/2015 establece que

La Administración está obligada a dictar resolución expresa y a notificarla en todos los procedimientos cualquiera que sea su forma de iniciación.

Esta obligación se exceptúa solo en los supuestos de terminación del procedimiento por pacto o convenio y en los procedimientos relativos al ejercicio de derechos sometidos únicamente al deber de declaración responsable o comunicación a la Administración.

Asimismo, el art. 24.2 in fine de la Ley 39/2015 señala que

La desestimación por silencio administrativo tiene los solos efectos de permitir a los interesados la interposición del recurso administrativo o contencioso-administrativo que resulte procedente.

El Tribunal Supremo comienza su argumentación analizando la naturaleza y los efectos del acto presunto negativo:

Este acto surgido ex lege del silencio, como este Tribunal Supremo ha declarado hasta la saciedad de forma constante y reiterada, no es un acto propiamente dicho, sino una ficción cuya principal virtualidad es la de permitir al afectado la posibilidad de impugnarlo, impidiendo el bloqueo que supone la creación de situaciones indefinidas u obstinadas de falta de respuesta.

Del silencio negativo surge un acto

cuyo contenido es gravoso o adverso para su destinatario, pero que por su naturaleza ficticia está inmotivado; y no está notificado debidamente -porque no existe-; así como puede ser desplazado por un acto posterior expreso que irrumpa en la relación impugnatoria ya trabada para variar la argumentación, o incluso para estimarlo en parte o inadmitirlo.

En estas condiciones, dictar una providencia de apremio sin haber resuelto el recurso de reposición, es decir, en un momento en que se mantiene para la Administración el deber de resolver expresamente, el cual no cesa por el mero hecho de la pendencia de recursos contra los actos presuntos y con la posibilidad de que el recurso de reposición fuera estimado, con anulación del acto impugnado en reposición, supone incurrir en dos prácticas viciadas de la Administración  contrarias a los principios constitucionales de interdicción de la arbitrariedad (art. 9.3 CE) y de servicio con objetividad a los intereses generales (art. 103 CE). Principios

que no se agotan en la recaudación fiscal, tal como parece sugerirse, sino que deben atender a la evidencia de que el primer interés general para la Administración pública es el de que la ley se cumpla y con ello los derechos de los ciudadanos.

Esas prácticas viciadas son:

a) La primera práctica, no por extendida menos aberrante, es la de que el silencio administrativo sería como una opción administrativa legítima, que podría contestar o no según le plazca o le convenga. (…)

b) La segunda práctica intolerable es la concepción de que el recurso de reposición no tiene ninguna virtualidad ni eficacia favorable para el interesado, aun en su modalidad potestativa, que es la que aquí examinamos. En otras palabras, que se trata de una institución inútil, que no sirve para replantearse la licitud del acto, sino para retrasar aún más el acceso de los conflictos jurídicos, aquí los tributarios, a la tutela judicial.

El Tribunal Supremo concluye que

Como muchas veces ha reiterado este Tribunal Supremo, el deber jurídico de resolver las solicitudes, reclamaciones o recursos no es una invitación de la ley a la cortesía de los órganos administrativos, sino un estricto y riguroso deber legal que obliga a todos los poderes públicos, por exigencia constitucional (arts. 9.1; 9.3; 103.1 y 106 CE), cuya inobservancia arrastra también el quebrantamiento del principio de buena administración, que no sólo juega en el terreno de los actos discrecionales ni en el de la transparencia, sino que, como presupuesto basal, exige que la Administración cumpla sus deberes y mandatos legales estrictos y no se ampare en su infracción -como aquí ha sucedido- para causar un innecesario perjuicio al interesado.

Y además

se conculca el principio jurídico, también emparentado con los anteriores, de que nadie se puede beneficiar de sus propias torpezas (allegans turpitudinem propriam non auditur), lo que sucede en casos como el presente en que el incumplido deber de resolver sirve de fundamento a que se haya dictado un acto desfavorable -la ejecución del impugnado y no resuelto-, sin esperar a pronunciarse sobre su conformidad a derecho, cuando había sido puesta en tela de juicio en un recurso que la ley habilita, con una finalidad impugnatoria específica, en favor de los administrados.

En resumen: la ejecutividad de los actos administrativos no es un valor absoluto, porque queda relativizado por la existencia de acciones impugnatorias no resueltas, y sobre todo porque la Administración no puede verse favorecida cuando no contesta tempestivamente las reclamaciones o recursos.